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I.-INSTRUCCIONES: Lee
con atención los siguientes fragmentos de novelas y responde las preguntas
después de cada texto.
Frankenstein.
Capítulo V
Una triste noche del mes de
noviembre pude, por fin, ver realizados mis sueños. Con una ansiedad casi
agónica dispuse a mí alrededor los instrumentos necesarios para infundir vida
en el ser inerte que reposaba a mis pies. El reloj había dado ya la una de la
madrugada, y la lluvia tamborileaba quedamente en los cristales de mi ventana.
De pronto, y aunque la luz que me alumbraba era ya muy débil, pude ver cómo se
abrían los ojos de aquella criatura. Respiró profundamente y sus miembros se
agitaron con un estremecimiento convulsivo. Quisiera poder describir las
emociones que hicieron presa de mí ante semejante catástrofe, o tan sólo
dibujar al ser despreciable que tantos esfuerzos me había costado formar. Sus
miembros, eso es cierto, eran proporcionados a su talla, y las facciones que yo
había creado me llegaron a parecer bellas... ¡Bellas! ¡Santo cielo! Su piel era
tan amarillenta que apenas lograba cubrir la red de músculos y arterias de su
interior; su cabello, negro y abundante, era lacio; sus dientes mostraban la
blancura de las perlas... Sin embargo, esta mezcla no conseguía sino poner más
de manifestó lo horrible de sus vidriosos ojos, cuyo color se aproximaba al
blanco sucio de sus cuencas, y de todo su arrugado rostro, en el que destacaban
los finos y negros labios.
Aunque muy numerosos, los
accidentes de la vida no son tan variables como los sentimientos humanos.
Durante casi dos años, yo, por este inmundo ser, me había privado del descanso
en mi empeño por infundirle la vida; lo había deseado con todo el ardor de que
era capaz, y ahora que lo había conseguido, la triste realidad llenaba mis
sueños de horror y repugnancia. Incapaz de soportar por más tiempo la vista de
aquella obra, hui del taller a mi dormitorio, donde intenté en vano conciliar
el sueño. Poco a poco, vencido por el cansancio y sin despojarme siquiera de
mis ropas de trabajo, logré dormir... para ser presa de horribles pesadillas.
Creí ver a Elizabeth, desbordante de salud, paseando por las calles de
Ingolstadt; yo, sorprendido y feliz, iba a abrazarla; pero al depositar un beso
en sus labios, sentía que quedaban tersos y fríos y veía cómo su cara palidecía
como la de un muerto; entonces, el cuerpo que tenía en mis brazos se convertía
en el de mi propia madre, envuelta en un sudario por el que corrían los
gusanos. Desperté de mi sueño temblando de horror, completamente empapado de
sudor, con mis dientes castañeteando de frío y agitado por una convulsión de
todo mi cuerpo. De pronto, a la pálida luz de los rayos de la luna, sentí que
alguien apartaba las coberturas de mi cama y se quedaba mirándome fijamente:
era el miserable engendro que yo había creado. Abrió su boca y emitió unos
sonidos mientras una horrible mueca contraía sus mejillas. Es posible que
hablara, aunque en medio de mi terror no me fue posible escucharlo. Una de sus
manos se tendía hacia mí como si quisiera tocarme, pero de un salto conseguí
escapar y me lancé escaleras abajo hasta llegar al patio. Allí pasé el resto de
la noche, paseando de un extremo a otro, lleno de agitación y con el oído
atento al menor ruido que se produjera y que pudiera indicarme la proximidad
del cadáver demoníaco al que tan miserablemente había dado la vida. Mary
Shelley (inglesa, 1797-1851).
CONTESTAR:
1. ¿Qué tipo de narrador tiene el texto?
2. ¿Qué piensa del ser creado?
3. ¿Cuáles son las características físicas de la creatura?
4. ¿Dónde se están realizando las acciones?
El Principito.
XXI
Entonces apareció el zorro: ¡Buenos días!
—dijo el zorro. ¡Buenos días! —respondió cortésmente el Principito que se
volvió pero no vio nada. Estoy aquí, bajo el manzano —dijo la voz. ¿Quién eres
tú? —Preguntó el Principito—. ¡Qué bonito eres! Soy un zorro —dijo el zorro.
Ven a jugar conmigo —le propuso el Principito—, ¡estoy tan triste! No puedo
jugar contigo —dijo el zorro—, no estoy domesticado. ¡Ah, perdón! —dijo el
Principito. Pero después de una breve reflexión, añadió: ¿Qué significa
“domesticar”? Tú no eres de aquí —dijo el zorro— ¿qué buscas? —Busco a los
hombres —le respondió el Principito—. ¿Qué significa “domesticar”? —Los hombres
—dijo el zorro— tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían
gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
—No —dijo el Principito—. Busco
amigos. ¿Qué significa “domesticar”? —volvió a preguntar el Principito. —Es una
cosa ya olvidada —dijo el zorro—, significa “crear vínculos... “¿Crear
vínculos? —Efectivamente, verás —dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más
que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para
nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre
otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domésticas, entonces tendremos
necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti
único en el mundo... —Comienzo a comprender —dijo el Principito—. Hay una
for... creo que ella me ha domesticado... —Es posible —concedió el zorro—, en
la Tierra se ven todo tipo de cosas. ¡Oh, no es en la Tierra! —exclamó el
Principito. El zorro pareció intrigado: ¿En otro planeta? Sí. ¿Hay cazadores en
ese planeta? —No. ¡Qué interesante! ¿Y gallinas? —No. —Nada es perfecto
—suspiró el zorro. Y después volviendo a su idea: —Mi vida es muy monótona.
Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y
todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me
domésticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos
diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra;
los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira!
¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es
para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone
triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me
domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré
el ruido del viento en el trigo. El zorro se calló y miró un buen rato al
principito: —Por favor... domestícame —le dijo. —Bien quisiera —le respondió el
Principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas
cosas. —Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los
hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las
tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya
amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame! — ¿Qué debo hacer? —preguntó el
Principito.
— Debes tener mucha paciencia
—respondió el zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el
suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje
es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más
cerca... El Principito volvió al día siguiente. —Hubiera sido mejor —dijo el
zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la
tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora,
más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré
así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré
cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios. ¿Qué es un rito?
—inquirió el Principito. —Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—.
Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente
a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con
las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que
puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fjo, todos
los días se parecerían y yo no tendría vacaciones. De esta manera el Principito
domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida: ¡Ah! —Dijo
el zorro—, lloraré. —Tuya es la culpa —le dijo el Principito—, yo no quería
hacerte daño, pero tú has querido que te domestique... —Ciertamente —dijo el
zorro. ¡Y vas a llorar!, —dijo él Principito. ¡Seguro! —No ganas nada. —Gano
—dijo el zorro— he ganado a causa del color del trigo. Y luego añadió: —Vete a
ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a
decirme adiós y yo te regalaré un secreto. El Principito se fue a ver las rosas
a las que dijo: —No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha
domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes,
que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo
y ahora es único en el mundo. Las rosas se sentían molestas oyendo al
Principito, que continuó diciéndoles: —Son muy bellas, pero están vacías y
nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer
indudablemente que mi rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se
sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a
la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres
que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse
y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fn. Y volvió con el
zorro. —Adiós —le dijo.
—Adiós —dijo el zorro—. He aquí
mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien;
lo esencial es invisible para los ojos. —Lo esencial es invisible para los ojos
—repitió el Principito para acordarse. —Lo que hace más importante a tu rosa,
es el tiempo que tú has perdido con ella. —Es el tiempo que yo he perdido con
ella... —repitió el Principito para recordarlo. —Los hombres han olvidado esta
verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidara. Eres responsable para
siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa... —Yo soy
responsable de mi rosa... —repitió el Principito a fin de recordarlo. Antoine
de Saint Exupèry (Francés, 1900-1944).
CONTESTAR:
1. Anota a todos los
personajes que se mencionan en la obra.
2. ¿De qué trata la conversación del
Principito y el Zorro?
3. ¿Qué es domesticar
según el Zorro?
4. ¿Qué le revela el
Zorro al Principito?
5. ¿Por qué el Zorro es un personaje
relevante?
La tregua.
Lunes 25 de febrero.
Me veo poco con mis hijos. Nuestros horarios
no siempre coinciden y menos aún nuestros planes o nuestros intereses. Son
correctos conmigo, pero como son, además, tremendamente reservados, su
corrección parece siempre el mero cumplimiento de un deber. Esteban, por
ejemplo, siempre se está conteniendo para no discutir mis opiniones. ¿Será la
simple distancia generacional lo que nos separa, o podría hacer yo algo más
para comunicarme con ellos? En general, los veo más incrédulos que desatinados,
más reconcentrados de lo que yo era a sus años. Hoy cenamos juntos.
Probablemente haría unos dos meses que no estábamos todos presentes en una cena
familiar. Pregunté, en tono de broma, qué acontecimiento festejábamos, pero no
hubo eco. Blanca me miró y sonrió, como para enterarme de que comprendía mis
buenas intenciones, y nada más. Me puse a registrar cuáles eran las escasas
interrupciones del consagrado silencio. Jaime dijo que la sopa estaba
desabrida. “Ahí tenéis la sal, a diez centímetros de tu mano derecha”, contestó
Blanca, y agregó, hiriente: “¿Queréis que te la alcance?” La sopa estaba
desabrida. Es cierto, pero ¿qué necesidad? Esteban informó que, a partir del
próximo semestre, nuestro alquiler subirá ochenta pesos. Como todos
contribuimos, la cosa no es tan grave. Jaime se puso a leer el diario. Me
parece ofensivo que la gente lea cuando come con su familia. Se lo dije. Jaime
dejó el diario, pero fue lo mismo que si lo hubiera seguido leyendo, ya que
siguió hosco, alunado. Relaté mi encuentro con Vignale, tratando de sumirlo en
el ridículo para traer a la cena un poco de animación. Pero Jaime preguntó:
“¿Qué Vignale es?” “Mario Vignale.” “¿Un tipo medio pelado, de bigote?” El
mismo. “Lo conozco. Buena pieza”, dijo Jaime, “es compañero de Ferreira. Bruto
coimero”. En el fondo me gusta que Vignale sea una porquería, así no tengo
escrúpulos en sacármelo de encima. Pero Blanca preguntó: “¿Así que se acordaba
de mamá?” Me pareció que Jaime iba a decir algo, creo que movió los labios,
pero decidió quedarse callado. “Feliz de él”, agregó Blanca, “yo no me
acuerdo”. “Yo sí”, dijo Esteban. ¿Cómo se acordará? ¿Cómo yo, con recuerdos de
recuerdos, o directamente, como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será
posible que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y que a mí, en
cambio, que tengo registradas tantas noches, tantas noches, tantas noches, no
me quede nada? Hacíamos el amor a oscuras. Llegaba a casa cansada, llena de
problemas, tal vez rabiosa con la injusticia de esa semana, de ese mes. A veces
hacíamos cuentas. Nunca alcanzaba. Acaso mirábamos demasiado los números, las
sumas, las restas, y no teníamos tiempo de mirarnos a nosotros. Donde ella
esté, si es que está, ¿qué recuerdo tendrá de mí? En definitiva, ¿importa algo
la memoria? “A veces me siento desdichada, nada más que de no saber qué es lo
que estoy echando de menos”, murmuró Blanca, mientras repartía los duraznos en
almíbar. Nos tocaron tres y medio a cada uno. Mario Benedetti (uruguayo,
1920-2009).
CONTESTAR:
1. ¿Qué tipo de narrador tiene el texto?
2. ¿Quiénes son los miembros de la familia?
3. ¿Qué recuerdos le trae Vignale?
4. ¿Qué recuerda de su mujer?
5. ¿Cómo es la relación con sus hijos?
6. En el siguiente enunciado “Se lo dije. Jaime dejó el diario, pero
fue lo mismo que si lo hubiera seguido leyendo, ya que siguió hosco, alunado”,
¿a qué figura literaria correspondería?
7. En el siguiente enunciado “como quien ve la propia cara en el
espejo”, ¿a qué figura literaria correspondería?
8. Según la historia ¿en qué época histórica se desarrolla?
Drácula.
II. DEL DIARIO DE JONATHAN
HARKER (continuación) 5 de mayo.
Debo haber estado dormido, pues es seguro que
si hubiese estado plenamente despierto habría notado que nos acercábamos a tan
extraordinario lugar. En la oscuridad, el patio parecía ser de considerable
tamaño, y como de él partían varios corredores negros de grandes arcos
redondos, quizá parecía ser más grande de lo que era en realidad. Todavía no he
tenido la oportunidad de verlo a la luz del día. Cuando se detuvo la calesa, el
cochero saltó y me ofreció la mano para ayudarme a descender. Una vez más, pude
comprobar su prodigiosa fuerza. Su mano prácticamente parecía una prensa de
acero que hubiera podido estrujar la mía si lo hubiese querido. Luego bajó mis
cosas y las colocó en el suelo a mi lado, mientras yo permanecía cerca de la
gran puerta, vieja y tachonada de grandes clavos de hierro, acondicionada en un
zaguán de piedra maciza.
Aun en aquella tenue luz pude ver
que la piedra estaba profusamente esculpida, pero que las esculturas habían
sido desgastadas por el tiempo y las lluvias. Mientras yo permanecía en pie, el
cochero saltó otra vez a su asiento y agitó las riendas; los caballos iniciaron
la marcha, y desaparecieron debajo de una de aquellas negras aberturas con
coche y todo. Permanecí en silencio donde estaba, porque realmente no sabía qué
hacer. No había señales de ninguna campana ni aldaba, y a través de aquellas
ceñudas paredes y oscuras ventanas lo más probable era que mi voz no alcanzara
a penetrar. El tiempo que esperé me pareció infnito, y sentí cómo las dudas y
los temores me asaltaban. ¿A qué clase de lugar había llegado, y entre qué
clase de gente me encontraba? ¿En qué clase de lúgubre aventura me había
embarcado? ¿Era aquél un incidente normal en la vida de un empleado del
procurador enviado a explicar la compra de una propiedad en Londres a un
extranjero? ¡Empleado del procurador! A Mina no le gustaría eso. Mejor
procurador, pues justamente antes de abandonar Londres recibía la noticia de
que mi examen había sido aprobado; ¡de tal modo que ahora yo ya era un
procurador hecho y derecho! Comencé a frotarme los ojos y a pellizcarme, para
ver si estaba despierto. Todo me parecía como una horrible pesadilla, y
esperaba despertar de pronto encontrándome en mi casa con la aurora luchando a
través de las ventanas, tal como ya me había sucedido en otras ocasiones
después de trabajar demasiado el día anterior. Pero mi carne respondió a la
prueba del pellizco, y mis ojos no se dejaban engañar. Era indudable que estaba
despierto y en los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener paciencia y
esperar a que llegara la aurora. En cuanto llegué a esta conclusión escuché
pesados pasos que se acercaban detrás de la gran puerta, y vi a través de las
hendiduras el brillo de una luz que se acercaba. Se escuchó el ruido de cadenas
que golpeaban y el chirrido de pesados cerrojos que se corrían. Una llave giró
haciendo el conocido ruido producido por el largo desuso, y la inmensa puerta
se abrió hacia adentro. En ella apareció un hombre alto, ya viejo, nítidamente
afeitado, a excepción de un largo bigote blanco, y vestido de negro de la
cabeza a los pies, sin ninguna mancha de color en ninguna parte. Tenía en la
mano una antigua lámpara de plata, en la cual la llama se quemaba sin globo ni
protección de ninguna clase, lanzando largas y onduladas sombras al fluctuar
por la corriente de la puerta abierta. El anciano me hizo un ademán con su mano
derecha, haciendo un gesto cortés y hablando en excelente inglés, aunque con
una entonación extraña: —Bienvenido a mi casa. ¡Entre con libertad y por su
propia voluntad! No hizo ningún movimiento para acercárseme, sino que
permaneció inmóvil como una estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiese fijado
en piedra. Sin embargo, en el instante en que traspuse el umbral de la puerta,
dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo la mano, sujetó la mía
con una fuerza que me hizo retroceder, un efecto que no fue aminorado por el
hecho de que parecía fría como el hielo; de que parecía más la mano de un
muerto que de un hombre vivo. Dijo otra vez: —Bienvenido a mi casa. Venga
libremente, váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae consigo. La
fuerza del apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el
cochero, cuyo rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se
trataba de la misma persona a quien le estaba hablando; así es que para
asegurarme, le pregunté: — ¿El conde Drácula? Se inclinó cortésmente al
responderme. —Yo soy Drácula; y le doy mi bienvenida, señor Harker, en mi casa.
Pase; el aire de la noche está frío, y seguramente usted necesita comer y
descansar.
Mientras hablaba, puso la lámpara
sobre un soporte en la pared, y saliendo, tomó mi equipaje; lo tomó antes de
que yo pudiese evitarlo. Yo protesté, pero él insistió: —No, señor; usted es mi
huésped. Ya es tarde, y mis sirvientes no están a mano. Deje que yo mismo me
preocupe por su comodidad. Insistió en llevar mis cosas a lo largo del corredor
y luego por unas grandes escaleras de caracol, y a través de otro largo
corredor en cuyo piso de piedra nuestras pisadas resonaban fuertemente. Al final
de él abrió de golpe una pesada puerta, y yo tuve el regocijo de ver un cuarto
muy bien alumbrado en el cual estaba servida una mesa para la cena, y en cuya
chimenea un gran fuego de leños, seguramente recién llevados, lanzaba
destellantes llamas. El conde se detuvo, puso mis maletas en el suelo, cerró la
puerta y, cruzando el cuarto, abrió otra puerta que daba a un pequeño cuarto
octogonal alumbrado con una simple lámpara, y que a primera vista no parecía
tener ninguna ventana. Pasando a través de éste, abrió todavía otra puerta y me
hizo señas para que pasara. Era una vista agradable, pues allí había un gran
dormitorio muy bien alumbrado y calentado con el fuego de otro hogar, que
también acababa de ser encendido, pues los leños de encima todavía estaban
frescos y enviaban un hueco chisporroteo a través de la amplia chimenea. El
propio conde dejó mi equipaje adentro y se retiró, diciendo antes de cerrar la
puerta: —Necesitará, después de su viaje, refrescarse un poco y arreglar sus
cosas. Espero que encuentre todo lo que desee. Cuando termine venga al otro
cuarto, donde encontrará su cena preparada. La luz y el calor de la cortés
bienvenida que me dispensó el conde parecieron disipar todas mis antiguas dudas
y temores. Entonces, habiendo alcanzado nuevamente mi estado normal, descubrí
que estaba medio muerto de hambre, así es que me arreglé lo más rápidamente
posible y entré en la otra habitación. Encontré que la cena ya estaba servida.
Mi anfitrión estaba en pie al lado de la gran fogata, reclinado contra la
chimenea de piedra; hizo un gracioso movimiento con la mano, señalando la mesa,
y dijo: —Le ruego que se siente y cene como mejor le plazca. Espero que usted
me excuse por no acompañarlo; pero es que yo ya comí, y generalmente no ceno.
Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había encargado. Él la
abrió y la leyó seriamente; luego, con una encantadora sonrisa, me la dio para
que yo la leyera. Por lo menos un pasaje de ella me proporcionó gran placer:
“Lamento que un ataque de gota, enfermedad de la cual estoy constantemente
sufriendo, me haga absolutamente imposible efectuar cualquier viaje por algún
tiempo; pero me alegra decirle que puedo enviarle un sustituto eficiente, una
persona en la cual tengo la más completa confianza. Es un hombre joven, lleno
de energía y de talento, y de gran ánimo y disposición. Es discreto y
silencioso, y ha crecido y madurado a mi servicio. Estará preparado para
atenderlo cuando usted guste durante su estancia en esa ciudad, y tomará
instrucciones de usted en todos los asuntos.” Bram Stoker (irlandés,
1847-1912).
CONTESTAR:
1. ¿Qué tipo de narrador presenta la obra?
2. ¿Qué negocio del conde Drácula va a tratar el abogado?
3. ¿Cómo es físicamente Drácula?
4. ¿En qué espacio físico se desarrollan los hechos?
5. ¿Cómo se encuentra emocionalmente el licenciado?
Fahrenheit 451.
El Sabueso Mecánico dormía sin
dormir, vivía sin vivir en el suave zumbido, en la suave vibración de la
perrera débilmente iluminada, en un rincón oscuro de la parte trasera del
cuartel de bomberos. La débil luz de la una de la madrugada, el claro de luna enmarcada
en el gran ventanal tocaba algunos puntos del latón, el cobre y el acero de la
bestia levemente temblorosa. La luz se reflejaba en porciones de vidrio color
rubí y en sensibles pelos capilares, del hocico de la criatura, que temblaba
suave, suavemente, con sus ocho patas de pezuñas de goma recogidas bajo el
cuerpo.
Montag se deslizó por la barra de
latón abajo. Se asomó a observar la ciudad, y las nubes habían desaparecido por
completo; encendió un cigarrillo, retrocedió para inclinarse y mirar al
Sabueso. Era como una gigantesca abeja que regresaba a la colmena desde algún
campo donde la miel está llena de salvaje veneno, de insania o de pesadilla,
con el cuerpo atiborrado de aquel néctar excesivamente rico, y, ahora, estaba
durmiendo para eliminar de sí los humores malignos. - Hola -susurró Montag,
fascinado como siempre, por la bestia muerta, la bestia viviente-. De noche,
cuando se aburría, lo que ocurría a diario, los hombres se dejaban resbalar por
las barras de latón y ponían en marcha las combinaciones del sistema olfativo
del Sabueso, y soltaban ratas en el área del cuartel de bomberos; otras veces,
pollos, y otras, gatos que, de todos modos, hubiesen tenido que ser ahogados, Y
se hacían apuestas acerca de qué presa el Sabueso cogería primero. Los animales
eran soltados. Tres segundos más tarde, el fuego había terminado, la rata, el
gato o pollo atrapado en mitad del patio, sujeto por las suaves pezuñas,
mientras una aguja hueca de diez centímetros surgía del morro del Sabueso para
inyectar una dosis masiva de morfina o de cocaína. La presa era arrojada luego
al incinerador. Empezaba otra partida. Cuando ocurría esto, Montag solía
quedarse arriba. Hubo una vez, dos años atrás, en que hizo una apuesta y perdió
el salario de una semana, debiendo enfrentarse con la furia insana de Mildred,
que aparecía en sus venas y sus manchas rojizas. Pero, ahora, durante la noche,
permanecía tumbado en su litera, con el rostro vuelto hacia la pared,
escuchando las carcajadas de abajo y el rumor de las patas de los roedores,
seguidos del rápido y silencioso movimiento del Sabueso que saltaba bajo la
cruda luz, encontrando, sujetando a su víctima, insertando la aguja y
regresando a su perrera para morir como si se hubiese dado vueltas a un
conmutador. Montag tocó el hocico. El Sabueso gruñó. Montag dio un salto hacia
atrás. El Sabueso se levantó a medias en su perrera y le miró con ojos
verdeazulados de neón que parpadea, en sus globos repentinamente activados.
Volvió a gruñir, una extraña combinación de siseo eléctrico, de pitar y de
chirrido de metal, un girar de engranajes parecía oxidados y llenos de recelo.
-No, no, muchacho -dijo Montag-. El corazón le latió fuertemente. Vio que la
aguja plateada asomaba un par de centímetros, volvía a ocultarse, asomaba un
par de centímetros, volvía a ocultarse, asomaba, se ocultaba. El gruñido se
acentuó, la bestia miró a Montag. Éste retrocedió. El Sabueso adelantó un paso
en su perrera. Montag cogió la barra de metal con una mano. La barra,
reaccionando, se deslizó hacia arriba y silenciosamente, le llevó más arriba
del techo, débilmente iluminada. Estaba tembloroso y su rostro tenía un color
blanco verdoso. Abajo, el Sabueso había vuelto a agazaparse sobre sus
increíbles ocho patas de insecto y volvía a ronronear para sí mismo, con sus
ojos de múltiples facetas en paz. Montag esperó junto al agujero a que se
calmaran sus temores. Detrás de él, cuatro hombres jugaban a los naipes bajo
una luz con pantalla verde, situada en una esquina. Los jugadores lanzaron una
breve mirada a Montag, pero no dijeron nada. Sólo el hombre que llevaba el
casco de capitán y el signo del cenit en el mismo, habló por último, con
curiosidad, sosteniendo las cartas en una de sus manos, desde el otro lado de
la larga habitación. - Montag... - No le gusto a ése -dijo Montag-.
- ¿Quién, al Sabueso? -El capitán
estudió sus naipes-. Olvídate de ello. Ése no quiere ni odia. Simplemente,
funciona. Es como una lección de balística. Tiene una trayectoria que nosotros
determinamos. Él la sigue rigurosamente. Persigue el blanco, lo alcanza, y nada
más. Sólo es alambre de cobre, baterías de carga y electricidad. Montag tragó
saliva. - Sus calculadoras pueden ser dispuestas para cualquier combinación,
tanto aminoácidos, tanto azufre, tanto grasa, tanto álcalis. ¿No es así? -
Todos sabemos que sí. - Las combinaciones químicas y porcentajes de cada uno de
nosotros están registrados en el archivo general del cuartel, abajo. Resultaría
fácil para alguien introducir en la memoria del Sabueso una combinación
parcial, quizá un toque de aminoácido. Eso explicaría lo que el animal acaba de
hacer. Ha reaccionado contra mí. - ¡Diablos! -exclamó el capitán-. - Irritado,
pero no completamente furioso. Sólo con la suficiente memoria para gruñirme al
tocarlo. - ¿Quién podría haber hecho algo así? -preguntó el capitán-. Tú no
tienes enemigos aquí, Guy. - Que yo sepa, no. Mañana haremos que nuestros
técnicos verifiquen al Sabueso. - No es la primera vez que me ha amenazado -dijo
Montag-. El mes pasado ocurrió dos veces. - Arreglaremos esto, no te preocupes.
CONTESTAR:
1. ¿Qué tipo de narrador presenta la historia?
2. ¿En qué espacio se desarrolla
la historia?
3. ¿Según los elementos proporcionados a qué tipo de novela
corresponde?
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