domingo, 11 de noviembre de 2018

ANEXO 1

CUENTO 1
Una niña perversa.
Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer “gluglú” con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión. Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá diciendo: “Elena me ha hecho esto”, mamá le ha dado una terrible palmada y le ha dicho: “¡No vuelvas a hacer una cosa así!” Y cuando llegó papá, ella se lo ha contado, y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso comprendió. Y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oírme. ¿Sospechará que yo fui la que empujó a Arturo? Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes solo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya. Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me ha mirado desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oír hablar de mí. Le dije que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá, y que le había dicho: “No quiero oír hablar nunca más de ella.” Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la palmada que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría.
Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente. Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé. Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca donde me obligan a dormir desde hace un mes.
Jehanne Jean-Charles (Francés, 1922-2003)

Después de la lectura  responde el siguiente cuestionario.
 1. ¿Qué tipo de narrador tiene el cuento?
 2. ¿Qué personajes aparecen en el cuento?
3. ¿Qué problema presenta el personaje?
  4. Anota una característica interna de la niña.
5. ¿Cuál es el tema del cuento?
CUENTO 2
La historia según Pao Cheng. En un día de verano, hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de un arroyo a adivinar su destino en el caparazón de una tortuga. El calor y el murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos y olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese momento. “Como las ondas de este arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto se convierte en un caudal hasta que desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y baja, finalmente, otra vez convertido en el mismo arroyo…” Este era, más o menos, el curso de su pensamiento y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol, la traslación de los demás astros y la propia rotación de la galaxia y del mundo, “¡Bah! –exclamó- este modo de pensar me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que son el centro inamovible y el eje en torno al que giran todas la humanidades que en él habitan…” Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la Historia. Desentrañó, como si estuvieran escritos en el caparazón de la tortuga, los grandes acontecimientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes de ser abatidas a su vez.
Surgieron también todas las razas y las ciudades habitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para confundirse con la ruina y la escoria de innumerables generaciones. Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao Cheng llamó poderosamente su atención y su divagación se hizo más precisa en cuanto a los detalles que la componían, como si en ella estuviera encerrado un enigma relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trató de penetrar en los resquicios de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tal que se sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza de las construcciones y la belleza de los monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose a los hombres ataviados con extrañas vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los signos indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente. A través de una de las ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo momento Pao Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía íntimamente. Cerró los ojos y acariciándose la frente perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató de penetrar, con el pensamiento, en el interior de la habitación en la que el hombre estaba escribiendo. Se elevó volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde de la ventana que estaba abierta y por la que se colaba una ráfaga fresca que hacía temblar las cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían sobre la mesa. Pao Cheng se acercó cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros, conteniendo la respiración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo hubiera notado pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo contenido todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices; luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas terminadas que yacían en desorden sobre un extremo de la mesa y conforme pudo ir descifrando el significado de las palabras que estaban escritas en ellas, su rostro se fue nublando y un escalofrío de terror cruzó, como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. ”Este hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama La Historia según Pao Cheng y trata de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a pensar en… ¡Luego yo soy un recuerdo de ese hombre y si ese hombre me olvida moriré…!” El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca, su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería.
 Salvador Elizondo (mexicano, 1932-2006)
Lee con atención el anterior cuento y responde las preguntas que se te piden.
 1. ¿Qué personajes intervienen en la obra?
2. ¿Qué actividad realiza Pao Cheng?
3. ¿Qué problema se plantea en el cuento?
4. ¿Qué tipo de estructura tiene el cuento?
CUENTO 3
Alicia. Alicia se encontraba sentada frente a su tocador reflejándose en el espejo y cepillando su negro cabello. Lucifer la miraba, recargado a un lado de la puerta, cruzado de brazos, invisible, intangible, inaudible, absorto en su visión. Alicia terminó su labor, se levantó. Su cuerpo era escultural, su rostro increíblemente hermoso. Estaba cubierto por un breve pijama que dejaba al desnudo sus muslos. Dirigió su mirada hacia Lucifer (¿acaso le podía ver?). Él miró aquellos ojos inocentes y a la vez seductores, mas como si lo hubieran quemado, desvió su mirada y posó sus ojos en el piso, vencido. Alicia comenzó a caminar hacia allá; sus pies descalzos pisaban delicadamente, cual si fueran de cristal. Metro y medio, un metro, cincuenta centímetros; alzó la mano, cual si señalara. Él, nervioso, se puso frme, como si esperara un fuerte empujón. Diez centímetros, cinco, dos, uno; la mano pasó de largo. La luz se apagó, y la habitación hubiese sido engullida por la oscuridad de no ser por la luz de luna que entraba por la ventana abierta y se derramaba sobre la cama de Alicia. Lucifer se hizo a un lado, sorprendido. Miró la pared; había estado recargado sobre el interruptor. Se sintió un idiota. Alicia se dirigió a su cama bañada por la luz de la luna. Pronto sólo se escuchó una monótona respiración. Lucifer se dirigió a donde Alicia, acarició su rostro y pensó en su reacción si despertase y le viese. Algo cálido resbaló por sus mejillas. – ¿De nuevo aquí?- se escuchó una voz a sus espaldas. Lucifer dio media vuelta, se dirigió a la pared: ¿Sabes, Miguel?, es la única vez que he deseado ser un ángel-. Y diciendo esto atravesó la pared místicamente. Miguel lo siguió. Ya afuera, Lucifer desplegó sus alas y emprendió el vuelo hacia el negro firmamento. Miguel se desvaneció. Alicia continuó dormida, sin saber de sus extraños visitantes.
                                                                                     Ángel de Jesús Aispuro Ramírez (Mexicano, 1983)

Lee con atención el cuento anterior y responde las siguientes preguntas de los cuentos leídos, junto con el de Alicia:
1.      1.  ¿En qué cuento se destaca algún elemento sobrenatural?
2. ¿Qué cuento tiene un final detonante?
 3. ¿Qué cuento posee una estructura lineal?
4. ¿En qué cuento aparece el narrador omnisciente total?
5. ¿Qué cuento usa el narrador personaje?
CUENTO 4
A la deriva. El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló.
Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. -¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. -¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña! -¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada. -¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otros dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente dolorosas. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar.
Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. -¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efuvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves... Y cesó de respirar                       
                                                                                              Horacio Quiroga (Uruguayo, 1878-1937)
Con base en la lectura del cuento anterior responde:
1. Busca en el diccionario el significado de las palabras que no entendiste.
2. ¿Cuál es el tema del cuento?
3. Anota una costumbre que detectes en el relato.
4. ¿Qué tipo de final tiene la obra?
5. Investiga la biografía del autor.
CUENTO 5
La cicatriz. Hacia fnes del cuatrocientos, en los alrededores de Alba (cuando Alba era todavía libre y no pertenecía ni a los duques de Milán ni a los marqueses de Monferrato), un muchachito de doce años, entonces llamado Giambattista Crispi, vio pasar una columna de soldados al mando de un condotiero. Escondido entre los matorrales, el muchachito admiró los trajes, las plumas, las armas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiró fue la larga cicatriz que el condotiero lucía en su rostro. La cicatriz era larga y temblona, de un color rojo púrpura, y nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condotiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la defagración de la pólvora, como una fanfarria de bronces marciales. La cicatriz pasaba, y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía en la bruma y el polvo. Giambattista Crispi permaneció largo rato inmóvil en su escondite. Pensaba en el condotiero y en su cicatriz. Una cicatriz como aquella aseguraba (o al menos prometía) el temeroso respeto de los demás, la impunidad y la fama. Giambattista era faco, débil y cobarde. Pensó que ostentar una cicatriz como la del condotiero lo defendería más que una armadura, lo vestiría de pies a cabeza con el hierro y el cuero de los héroes. Pensó que si él pudiese lucir una cicatriz igual infundiría, en los granujas que lo perseguían y lo atormentaban, el mismo pasmo de admiración que el condotiero le había infundido. Desapareció de su casa y de Alba por cierto tiempo. Cuando volvió, una cicatriz idéntica a la del condotiero (pero nadie en la ciudad lo sabía) le desfguraba el rostro, lo precedía y lo seguía como un aullido. Las gentes lo miraban y se apartaban. Los que lo habían vejado se escondían. Giambattista se transformó en un mancebo levantisco. Treinta años más tarde se hacía llamar Giambattistad’Alba, de apodo el Impunito, y era condotiero de Adriano VII, como antes lo había sido el duque Sforza, como antes de Pier Paolo Cruscalini, señor de Volterra; como antes del podestá de Alba. A menudo el Impunito, cuando al frente de sus mercenarios atravesaba ciudades y villorrios, sentía el silencio del pavor que lo faqueaba. A sus espaldas la gentuza bisbiseaba: “Ése es Giambattistad’Alba; ése es el Impunito”, y lo señalaban con el dedo. Los soldados, orgullosos de su jefe, se sonreían fanfarronamente. Él, con secreto regocijo, con secreta angustia, se decía que todo se lo se lo debía a su feroz cicatriz; pero que si el engaño era descubierto, lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, quizá la muerte a manos de su propia soldadesca. A ratos experimentaba la tentación de espiar hacia uno u otro costado y ver si entre la turba de mirones o escondido detrás de un árbol algún débil muchachito lo estudiaba.
Entonces, lo habría llamado, le habría revelado, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: “Ve, hazte tatuar una cicatriz como la mía y estarás a salvo”. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí observándolo, porque él debía ser para el muchachito la misma fgura implacable y abismal, que no condesciende ni siquiera una mirada de soslayo, que el condotiero había sido para él, hacía mucho tiempo, en los alrededores de Alba. En 1527 se enfrentaron, en Valdinero, los ejércitos de Adriano VII y del emperador. Las fuerzas papistas estaban al mando del Impunito. Eran superiores en número y más avezadas que las imperiales. Sin embargo, fueron vencidas. Se dice que lo que desconcertó a los soldados del Papa fue la increíble conducta del jefe, quien, sin oponer la menor resistencia, se dejó matar por un oscuro condotiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años. Adriano VII, rabioso, atribuyó el hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del emperador escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes del Impunito, pareció una bravata injuriosa. Quizá nosotros podamos conjeturar la verdad. El condotiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condotiero debió de comprender en seguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido el Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás, pero no podía engañar al condotiero. Y, convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo.
 Marco Denevi (argentino, 1922-1998)
Lee el texto anterior y responde las siguientes preguntas:
1. ¿En qué época se ubican las acciones del cuento?
2. ¿Quiénes son los personajes más importantes en esa sociedad?
3. ¿A qué personaje bíblico nos remite la cicatriz del condotiero?
4. Anota una característica interna y otra física de Giambattista.
5. ¿Qué tipo de final tiene el cuento?
CUENTO 6
Testigos.
Abajo, algo sucedía. Desde la ovalada máquina, con el Visor captaban una multitud en los alrededores del montículo. En la cima destacaban tres estructuras y un hombre en cada una. Cuando finalmente la multitud los distinguió, cuando todos miraron hacia arriba, para ocultarse entoldaron el cielo y lo ennegrecieron en pleno día terrestre. La muchedumbre se dispersó, unos se arrodillaron y rezaron, otros huyeron despavoridos. Después un Pukaa tripulado abandonó la nave nodriza con la intención de sacar del sepulcro a uno de los hombres y llevárselo para ver que le habían hecho. Lauro Paz (Mexicano, 1956).

Lee con atención el relato anterior y responde los cuestionamientos.
 1. ¿Con qué libros de la Biblia se relaciona el cuento?
 2. ¿A qué tipo de personas se les aplicaba la crucifixión?
3.     3.  ¿Qué diferencia se da entre esta versión y la de la Biblia?
 4. ¿Cuál es el tema?
5. ¿Cuál es el tipo de final?
CUENTO 7
El retrato oval. El castillo en el cual a mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edifcios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edifcio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendía un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban. Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente. No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. Se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, perdíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magnífcamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fsonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas refexiones, permanecí una hora entera con los ojos fjos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente: “Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mala hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Más era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fn, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse.
Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es la vida misma!” Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!”
                                                                               Edgar Allan Poe (norteamericano, 1809-1849

Lee con atención el cuento anterior y responde las preguntas que se te piden.
 1. ¿Cómo es el papel de la mujer en “A la deriva” y en “El retrato oval”?
2. ¿En qué consiste el terror en “El retrato oval”?
3. Anota los espacios físicos donde se desarrollan los hechos.
4. ¿Qué cuentos hacen referencia a la Edad Media?
 5. ¿Qué cuento te gustó más y por qué?

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